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Un cuento medieval en Chester
Parece mentira que, a media hora del corazón industrial de Inglaterra, rodeada de ciudades plagadas de fábricas y humos, aparezca esta coqueta villa en la que se echan de menos los carros tirados por bueyes y los fajos de cebada en la plaza.
Porque en Chester, con sus estructuras y fachadas de madera, sus pronunciados tejados a dos aguas, la reluciente blancura y las calles adoquinadas, podemos pensar que paseamos por la Inglaterra de Shakespeare.
Cerquita de Gales, las murallas romanas y medievales enmarcan un precioso centro histórico coronado por la catedral y el puente. Sus cuatro calles principales siguen siendo las mismas desde la fundación romana, a principios de nuestra era.
La ciudad ha dado a Inglaterra ciudadanos ilustres, como Michael Owen o Daniel Craig, pero también ha contribuido a la historia de su país, pues fue, por ejemplo, una de las últimas ciudades que cayó ante los normandos, dio nombre a una importante batalla contra los bárbaros en los inicios de la Edad Media y fue uno de los centros más importantes de la Revolución Industrial.
Tan cerca de Liverpool, esta ciudad es sin embargo diametralmente opuesta a la villa natal de los Beatles. A su encantadora ciudad vieja se une los parques. Es la ciudad más hermosa y con más encanto de Inglaterra. Y aunque la recorramos en una hora, la misma calle es diferente en cada paseo.
Neuschwanstein o el castillo de Disney para sentirse princesa en Baviera
Da igual los años que pasen, que dejes de creer en princesas de cuento, que odies las reales… los personajes de Disney siempre nos retrotraen a nuestros más felices e inocentes años, los de la niñez. Cuántas veces hemos soñado con visitar los castillos y palacios de nuestras heroínas de infancia y recorrer sus inmensos salones cubiertos de espejos. Y cuántas veces esos castillos de algodón se deshacen al despertarnos.
Pero no siempre. Ese castillo de torres redondeadas y mágica silueta que marca el inicio de cada película de Disney… existe realmente. Y está en el corazón de Europa, en una remota montaña de Baviera, a los pies del Tirol. Y quizás es un castillo de cuento, porque su rey también lo fue.
Excéntrico y genial, Luis (Ludwig) II de Baviera fue un enamorado de las artes, que patrocinó en todos sus ámbitos. Contemporáneo de Wagner, sucumbió a él en la presentación de Lohengrin y desde entonces se convirtió en su entusiasta mecenas.
Absolutista en su idea de gobernar el hoy mayor estado de Alemania, en su vida fue sin embargo un hombre vulnerable que luchó contra sí mismo y sus inclinaciones homosexuales tan mal vistas en aquella época. Sin embargo, parece ser que su figura fue (más) desprestigiada a posteriori y puede ser que la esquizofrenia e incapacidad que se le atribuyen fueran simplemente una forma de justificar el apartarlo de sus obligaciones.
Lo cierto es que, gracias a su fiebre constructora, levantó una importante industria en Baviera que aún hoy sigue en pie y que ha hecho del inmenso sur del país la zona más rica de Alemania. Pueden hacerse hermosas rutas uniendo los palacios con los que salpicó el vasto territorio que gobernaba.
Destacan Linderhof y Herrenchiemsee, a orillas del precioso lago Chimsee, al que sólo puede accederse a partir de primavera, debido a que el lago permanece helado durante todo el invierno. Pero, sobre todo, éste, Neuschwanstein. El propio Luis dirigió las obras y la producción de los materiales, todos fabricados en el reino.
Hoy, es una excursión obligada desde Múnich. El tren traquetea hasta acercarnos a Füssen. Desde ahí, tan cerca de Austria, emprendemos una larga caminata a pie hacia los castillos, o tomamos el autobús de línea. Primero nos toparemos con el amarillo y cuadrado Hohenschwangau. Después, si seguimos ascendiendo… ante nosotros aparecerá la familiar silueta de Neuschwanstein. Si las imágenes que venden los puestos de souvenirs lo muestran en todo su esplendor primaveral, impactante fue verlo cubierto de nieve. Los únicos peros que puedo ponerle a la época en que lo visité fueron… las obras y que la nieve impedía el paso a Marienbrück, al fondo, que me hubiera permitido tener la vista trasera del castillo de todas nuestras fantasías.
Salta la Linda
Las ciudades están hechas de casas, edificios, monumentos, puentes, estatua… Decía el tanguero uruguayo Quintín Cabrera que «las ciudades son libros que se leen con los pies». Por eso voy a empezar esta microbiblioteca digital con Salta, probablemente el libro más bello y que más personajes principales ha traído a mi vida.
La llaman ‘La linda’ por su extraordinario casco histórico, único en Argentina y más similar a los de las joyas del colonialismo español, como las ciudades peruanas. Las casonas nos muestran las balconadas andaluzas que llevaron los primeros descubridores. Y las iglesias, los monasterios y la catedral reproducen los mejores patrones del estilo arquitectónico que dio en llamarse «colonial» y que supone una evolución del barroco europeo. La catedral, la más antigua de Argentina, combina los colores pastel como una bella tarta de fresa que preside la concurrida plaza-parque del 9 de Julio.
Sin escapar al damero propio de las ciudades del nuevo mundo, la mayor antigüedad de Salta con respecto a otras grandes urbes ha dejado en su plano alguna esquina desigual que le da una personalidad especial. También está condicionada por la orografía. Presidida por el cerro de San Bernardo, la subida en teleférico para contemplar a La Linda desde lo alto es una visita obligada. Perderse por los serpenteantes caminos en la suave bajada es una búsqueda constante de las frescas sombras. Porque Salta vive inmersa en una eterna primavera, quizás demasiado calurosa y seca en verano.
Salta tiene personalidad propia con respecto a lo que se conoce de cara al exterior de Argentina. Muy lejos de Buenos Aires, Rosario, Córdoba, Mendoza o la inmensa Patagonia, comparte con estas dos últimas la interminable cadena de Los Andes. Vemos por sus calles mucho más mestizaje y amerindios que en el centro y sur del país, más europeizado. Y también sus costumbres son diferentes. La música es eminentemente andina y puede disfrutarse en los bares típicos de la ciudad, las peñas. La calle Balcarce ofrece una cada cinco metros. Da igual el día de la semana, la noche nunca acaba en una de las arterias con más vida nocturna de toda Argentina.
La gastronomía, entre andina y criolla, nos deleitará con las mejores empanadas argentinas. Recomendables por suponer para los europeos un exotismo, son las empanadas de carne de llama, el animal por excelencia del altiplano. Siempre regado todo por un buen vino. No será salteño, sino de Mendoza, pero el Malbec es el orgullo líquido del país.
Salta está regada de buenos hosteles y baratos. Siguiendo la recomendación de Santa Lonely, acabé en El Correcaminos. Una de las decisiones más acertadas de mi vida. Patio con billar y parrilla para disfrutar de un asado entre todos los huéspedes. Eso no se lo puedo asegurar al siguiente viajero, y fue lo que probablemente hizo de Salta esa ciudad tan especial para mí: los huéspedes y aún hoy amigos que confluimos en El Correcaminos.
Dice otra de mis frases de canciones, ésta compuesta por Joaquín Sabina, que «al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver». Él lo comprendió en Comala; Ana Belén, en Macondo. Yo creo que, a pesar de que me robó el corazón, jamás volveré a Salta. Pero quien no haya tenido la suerte de conocerla, debería dedicarle unos días de su vida, que quizás le marquen, como a mí, el resto de esa vida.