San Gimignano, en el corazón de la Toscana

En el corazón de la Toscana

Probablemente ningún pueblo capte en todo su esplendor la esencia de la Toscana como San Gimignano. A medio camino entre la gran joya del Quattrocento, Florencia, y la más inadvertida pero soberbiamente bella Siena, esta pequeña ciudadela amurallada surge en el horizonte después de doblar alguna de las incontables curvas del trayecto. Corona una colina que domina las floridas y bucólicas llanuras toscanas, en las que el tiempo parece pasar a otro ritmo, más calmado, más lento, somnoliento.

Fortificado tal y como lo vemos hoy en la Edad Media, destaca por el excelente de sus torres, que le confieren su perfil escalonado y marrón. En una carrera de testosterona que la raza humana aún no ha superado a pesar del paso de los siglos, los señores pudientes de entonces pugnaban por erigir y poseer la torre más alta del recinto. Pero al contrario de lo ocurrido en otras villas de la región, las de San Gimignano no padecieron la cruel destrucción de los grandes conflictos del siglo XX y 13 de ellas se conservan impolutas.

Sus calles angostas y empinadas apenas soportan el tráfico rodado, que se reserva a la vida extramuros. En las confluencias de las más importantes, hermosas plazas irregulares llenan de vida y algarabía los atardeceres estivales. Quizás la más bella sea la de Cisterna, con su macizo pozo pétreo en el centro. A ambos lados de la Via San Giovanni, las artesanías y los productos de la tierra estallan en vivos coloridos sobre la monocromía arenisca. Si no se quiere sufrir una confusión temporal transitoria, no es aconsejable cerrar los ojos más allá de un parpadeo: es probable que al abrirlos nuevamente el pavimento aparezca cubierto de paja, circulen bueyes uncidos y alguna cortesana de corpiño fruncido nos ofrezca unos olorosos limones.