Hacia la soledad del cabo Espichel

Espichel, uno de los grandes cabos de Portugal, puerta de entrada a Setúbal

Es uno de los grandes cabos de Portugal, una de las tres puntas más prominentes de ese rostro que siempre decimos que es el país luso junto con Roca y San Vicente, y el que supone el extremo suroeste de la península de Setúbal. Sobre acantilados vertiginosos, como mandan los cánones de todos los fines del mundo, se erige un faro también canónico: robusto, con contrafuertes que sellan las aristas de su forma hexagonal y contrastan con la insultante blancura que sobrevive a los tempestuosos vientos invernales. Su gran linterna sobre tambor rojo ha guiado a lo largo de siglos a este pueblo de navegantes y descubridores. Fue construido en 1430, como una de las pocas luces que alumbraban esta ruta marítima tan transitada como peligrosa por salientes y oleaje. El Marqués de Pombal diseñó el faro moderno, que en 1790 se elevó hasta los actuales 32 metros. Su luz puede atisbarse, en días claros, desde los 35 kilómetros de distancia océano adentro.

El roquedo de los acantilados esconde tesoros del Cuaternario en forma de huellas de dinosaurio al fondo de acantilados de difícil acceso. La primera serie se recoge en el lugar Pedra da Mua, en la base del precipicio que se desploma desde la Ermida da Memória. La verticalidad e inaccesibilidad de la pared han permitido su conservación, de la misma forma que hacen complicada su observación. Los estudios demuestran que se trataba de un grupo, crías incluidas, y también un animal herido, por la cadencia de la los andares. Posteriores son las del Monumento Natural dos Lagosteiros, ya del Cretácico, más accesibles pero no tan bien conservadas. Todo el entorno está enmarcado por hilos de roca fallada que parecen zarpazos de los propios dinosaurios.

El cabo y el último trecho para llegar a él son un paisaje vacío, agreste, solitario, barrido por los fuertes vientos de la zona y por el salvaje oleaje que golpea sus paredes durante todo el año, pero con especial virulencia en las estaciones frías, para disfrute, eso sí, de los amantes de los deportes acuáticos, como el surf, tanto aquí en la costa da Caparica -Bicas, Meco…-, como lo es en otros puntos de la salvaje fachada oceánica de Portugal. Contrasta con las playas que, hacia el interior, hacia la desembocadura del río Sado, se forman en torno a Setúbal, la costa de Arrábida o la increíble lengua de arena de Tróia.

Lugar de peregrinación: ermita y santuario

El cabo Espichel reconcilia con la naturaleza al desnudo. Sus pocos atractivos para el turismo de masas permiten pasear en soledad; escuchar el zumbido del mar sin distorsiones; disfrutar de la original Ermida da Memória, con su tejado en forma de queso de tetilla y al borde del precipicio; y resguardarse del implacable sol en el largo del Santuario de Nossa Senhora do Cabo, con su albergue de peregrinos, un modelo de plaza copiada hasta la saciedad en el Imperio de Brasil.

El santuario se erigió como resultado de los múltiples episodios de visiones de la Virgen atribuidos a estos acantilados. Su paisaje escarpado y la vocación de Portugal hacia el mar como medio de vida daban pie a ello. Las huellas de dinosaurio hicieron el resto. A finales de la Alta Edad Media, en época de Cruzados, comenzó un período de peregrinación al cabo que se prolongó hasta la Edad Moderna, asociada a múltiples milagros. En el siglo XV, se dice que la Virgen trepó los acantilados en una mula, cuyas huellas permanecieron en la roca. Huellas que, efectivamente existían, las de los saurios. La virgen se esfumó al llegar arriba, y ahí, al borde, se construyó la ermita. Aún faltaban más de dos siglos para que se levantara el santuario, por orden de Dom Pedro II, consagrado en 1707. Los ricos ornamentos y las pinturas de los techos contrastan con las líneas simples del exterior. Las dos alas que cierran el largo, hoy en desuso, fueron en su día albergue para las decenas de peregrinos que llegaban a este lugar sagrado. Frente a la iglesia, fuera del largo, la Casa del Agua, fuente para ellos, que data igualmente del siglo XVIII. Tras el ala izquierda, el único bar en kilómetros a la redonda.

Pero, aunando historia, misticismo y naturaleza, si algo nos permite el paisaje de Espichel es mirar hacia el infinito como si de verdad alcanzáramos a verlo.

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