Melilla, la apacible encrucijada de culturas

La pesada calma de Melilla se desborda por sus barrios imbricados

Sabes, cuando llegas a una ciudad, si te ha conquistado. Eso me ocurrió a mí con Melilla. Quizá sea su pesada calma, que parece vivir a medio tiempo, o su mezcla de la aridez del Magreb rodeada de azul de mar. También atrae la lucha interna que se palpa sin verse, la lucha por una identidad que se confunde a cada paso. Se percibe, por ejemplo, en sus mástiles, con la bandera española impoluta, símbolo de esos lugares que buscan afianzar una personalidad que se les desborda o estrecha en sus márgenes, que se confunde en sus barrios imbricados y en sus paseantes, entre los que faltan, llamativamente, muchas mujeres.

Melilla tiene ese encanto y esas pequeñas y a veces molestas peculiaridades de los enclaves fronterizos. Encanto en sus colores pastel, en la vida de su centro, en las profesiones de antaño que aquí, en un local en sombra, aún encuentran hueco.

La España más lejos de España vive orgullosa de su europeidad sin renunciar a sus lazos culturales con los vecinos

La ciudad española más alejada de toda España -las canarias están al menos cercanas entre ellas-, enrocada en su europeidad cultural, en su orgullo de que, desde que fue repoblada siempre ha pertenecido a España, en lucha constante con su realidad geográfica, se jacta no sólo de ser, afirman allí, más hermosa y armoniosa que su eterna rival, Ceuta, sino también de la riqueza arquitectónica modernista, que la sitúa como la tercera ciudad del mundo en este tipo de patrimonio, tras Praga y Barcelona.

La visita a Melilla gira en torno a la Ciudadela, con sus cuatro cinturones conforme el enclave iba creciendo. Completamente restaurada, todos sus museos son gratuitos. Destaca el Militar, con unas espectaculares vistas hacia la ciudad y el puerto deportivo, y atrás, hacia la ganada Playa de las Horcas Coloradas -o Playa Nueva- y los vertiginosos acantilados de Aguadú.

Atención, sorpresa en Melilla: las Cuevas del Conventico

Pero, sin duda, la visita más apabullante es la de las Cuevas del Conventico. En su día unidas a la iglesia de la Purísima Concepción, cerrada ahora por los daños estructurales que le ocasionó el terremoto de enero de 2016, el entramado de galerías lo regentaban los monjes capuchinos, y su principal función era el almacenaje de grano en su zona más seca y otros víveres necesarios para la ciudad.

El gran episodio del que fueron protagonistas fue el asedio que sufrió la ciudad entre el 9 de diciembre de 1774 y el 19 de marzo de 1775. Esos cien días supusieron el sitio más largo y feroz a la ciudad nunca conquistada, con cientos de bajas; y las mujeres, niños y ancianos malviviendo en sus profundidades. Las víctimas cuyos cuerpos se conservaron fueron quemadas y sus cenizas, mezcladas, reposan en el interior de una columna cruciforme, con las consiguientes leyendas sobre visiones, ruidos y lamentos.

La playa de Trápana, el arco parabólico y el Paseo Marítimo: Melilla mirando al mar

La provisión llegaba por mar, desde la Península, a la minúscula playa de Trápana, durante siglos exclusiva para el baño de los monjes, ya que sólo se accede a ella desde la cueva, y se vigila únicamente desde el hoy Museo Militar. Sobre el lecho de conchas, un arco parabólico de unos 30 metros con el que hubo que reforzar la estructura de la ciudadela tras los daños del enésimo terremoto que azotó el cabo Tres Forcas.

Lo principal de la visita a Melilla pasa también por una apacible caminata por el Paseo Marítimo, un vermut en algunos de los locales del puerto mirando al mar y… sí… por su gastronomía. Con lo mejor de la cocina andaluza y la marroquí, la arraigada costumbre de las tapas es una apuesta segura al anochecer. Los pinchos morunos de carne de cordero especiada y las frituras de pescado y marisco -todo el mundo les hablará de Casa Juanito- son imperdibles.

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