Melilla, permanente frontera y cruce de culturas
Resulta hartamente improbable sufrir un percance en Melilla. La ciudad, con cuatro culturas y religiones conviviendo en armonía desde hace siglos, dista mucho de la imagen que de ella se prejuzga por su posición geográfica.
Es, por el contrario, una ciudad de funcionarios. De los de siempre, de 8 a 3 en juzgados, Seguridad Social o Delegación; pero también, y sobre todo, de los otros, los de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado. Muchos, destinados, tanto a los destacamentos y la Compañía de Mar como a la Comisaría. Otros, de paso, en refuerzos y operaciones especiales.
La mayoría de estos pernoctan en los hoteles del centro, donde es habitual el trajín de uniformes y vehículos oficiales a las horas de los cambios de turno en la valla o las fronteras. Son los mismos que llenan los bares de cañas al atardecer o que han convertido cafés frente al mar en locales de copas. Si en algún momento ha querido haber más delincuencia, su continua presencia, a veces abierta y otras latente, la coarta.
Pero, obviamente, Melilla es diferente, es ciudad de frontera de civilizaciones. Y eso, aunque no marque ni interrumpa la vida diaria, se percibe. Con sus particularidades y molestias, como otras ciudades tienen las propias en función de sus características peculiares.
Melilla la Vieja
El paseo es tranquilo todo el día, pero en la fortaleza se complica con la oscuridad. Allí, en Melilla la Vieja, mirando soñadores al puerto, viven «los Mena», los Menores Extranjeros No Acompañados; chavales que han cruzado solos, pegados a un coche o a gente, sin identificación, para no poder ser devueltos a su origen, a un quién sabe dónde.
Aunque la tutela corresponde oficialmente a la administración, lo cierto es que casi todos prefieren vivir en las calles que en los centros de acogida, al amparo de los muros de la fortaleza. Porque desde allí esperan colarse en alguno de los barcos que cruzan a la península.
Mientras tanto, malviven. De lo que les dan, de lo que rebuscan, y sí, algunas veces, de pequeños hurtos. Cuando lo necesitan, pues no buscan ni pueden almacenar. Yo he paseado por el fuerte, en lunes, cuando todos los museos y, por tanto, la vida, están cerrados. Los he visto, me han ignorado. Pasan el tiempo en las pequeñas calas y, sobre todo, observando el trajín del puerto, midiendo sus oportunidades.
Cuatro puestos fronterizos y una valla: la Melilla de los límites
En los cuatro puestos fronterizos, la vida bulle. Cada uno está especializado en un tráfico. El principal, Beni Anzar, puede registrar largas colas de coches para hacer compras legales o excursiones. El paso por el que más gente transita a pie, Farrakanh, está situado donde sólo la valla separa las casas melillenses de las marroquíes.
Es cerca de los puestos donde tienes la impresión de haber vuelto décadas atrás, donde amas esa Europa sin fronteras a la que ya nunca querrías renunciar. Las colas pueden ser eternas; las esperas de los contrabandistas que se agolpan a sus puertas, interminables. Los accesos se vuelven sucios y tumultuosos, creando sensación de inseguridad a pesar de estar rodeados de cámaras y agentes.
La valla no puede ignorarse todos los días; te la encuentras al salir de la frontera, te chocas con ella al final del Paseo Marítimo, circulas a su lado si circunvalas la ciudad.
La valla es tan inhumana como necesaria, es la solución de gobiernos mediocres a problemas que se les quedan demasiado grandes en su ineptitud. Sin valla, la vida en Melilla sería insoportable. Sus calles estarían invadidas, la ayuda humanitaria no podría paliar la superpoblación. Se convertiría en una ciudad más de las tantas de las que huyen.
Al otro lado de la valla de Melilla: el monte Gurugú y el Barranco del Lobo
Pero, al sur de la valla, hace mucho frío, y eso la valla lo contiene, mas no lo evita. El monte Gurugú, que vigila Melilla y ha sido escenario de cruentas batallas, como la del Barranco del Lobo, ha servido por años de campamento de asaltantes de valla.
Los emigrantes de países del centro de África llegan a su última frontera, la soñada, desprovistos de papeles para no tener a dónde ser deportados. Ahí, aguardaban durmiendo en campamentos improvisados a las faldas del monte, hasta elegir el momento propicio y efectuar un asalto masivo que desbordase a la Guardia Civil.
Así era como muchos pasaban y otros… se dejaban la vida. Las organizaciones humanitarias consiguieron que España quitase las «concertinas», pero estos pinchos destripadores permanecen al lado marroquí.
Una lucha contra la inmigración a base de restricciones
La lucha de la Unión Europea para evitar la inmigración no se centra en apoyar la cooperación para crear empleo o evitar guerras que no empujen a huir; no, el dinero se destina a alejar el problema. Porque Melilla no es la frontera de España, no nos sintamos ombligo del mundo, es la frontera europea, y la mayoría de quienes la atraviesan anhelan arribar a Francia, Bélgica u otras regiones francófonas.
Bruselas decidió que la mejor manera de no tener inmigrantes era, como en Oriente con Turquía, pagándole a Marruecos. Y así este levantó su valla y así Marruecos ha instalado cuarteles en el monte Gurugú, por donde ya no se ve a ningún subsahariano. Los emigrantes se quedan más al sur: problema resuelto.
El Rif: La Meca del hachís
Con fondos europeos se ha construido también se ha construido también La Rocade, la carretera asfaltada que comunica toda la costa rifeña, desde Nador a Tetuán.
Ante la avalancha de pateras marroquíes de principios de siglo y el enorme tráfico de contrabando de hachís, la respuesta marroquí era clara: «no tengo capacidad para controlar una costa tan escarpada y aislada».
El Rif produce todo el hachís que llega ilegalmente a Europa, y es uno de los motivos, además del territorial, por el que España conserva sin concesiones las migajas del Protectorado: Chafarinas, el archipiélago de Alhucemas y el peñón de Vélez de la Gomera.
Chafarinas, archipiélago de Alhucemas y Vélez de la Gomera: los otros trozos de España en el Rif
Una isla por archipiélago, más el peñón, están poblados por un destacamento militar con base en los cuarteles de Melilla, desde donde es relevado mensualmente por aire, en helicóptero. Lanchas y cámaras sirven para vigilar el contrabando, de hachís y de seres humanos.
En 2012, un grupo de 71 emigrantes subsaharianos acampó en la Isla de Tierra, la más cercana a una de las playas de Alhucemas. Su consigna era clara: hemos llegado a territorio europeo. Pero fueron devueltos a la costa marroquí.
Algo similar ocurre en el Peñón de Vélez, y ha mermado la confraternización de los militares con los pocos pescadores del pueblo anexo: desde la vigilancia de la frontera por cámara, dejar jugar a los marroquíes en la pista de voleibol del rincón de playa española, o pasar a comer pescaíto a los puestos de enfrente en verano supone traspasar la frontera -la más estrecha y débil de España, apenas una cuerda azul a pie del Peñón- y quedar registrado. ¿Sabías una curiosidad sobre esa frontera? Es la frontera terrestre más corta del mundo: 85 metros.
Sí, claro que ser frontera marca y pesa. También enriquece. Y Melilla, mucho más de lo que creemos desde la distancia, ha sabido conjugar un ambiente armonioso entre cristianos, musulmanes, judíos e hindúes.
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