Gracias a mi devoción por el cine argentino, crudo, realista, humilde a veces, descubrí que existía Necochea. Pronto me convertí en devota de los estrenos de los antiguos cines Gaumont, en la plaza del Congreso, a sólo unas cuadras del mítico cruce de las avenidas Corrientes y Callao. Acababa de estallar la primavera austral de 2008 y mi idilio con Buenos Aires apenas comenzaba. En uno de los últimos días de mi primer viaje a Argentina, pasé la sobremesa en una sala casi vacía disfrutando de una angustiosa cinta que pasó sin pena ni gloria por la memoria audiovisual albiceleste: «Impunidad».
Muerta y enterrada la Sala Tita Merello de la calle Suipacha (tan próxima a las noches de milongas de la confitería Ideal y donde descubrí la filmografía de Ezequiel «Pino» Solanas), los Gaumont y sus precios de promoción del celuloide nacional han sido casi los únicos fieles acompañantes que han sobrevivido a mis sucesivas visitas durante cuatro inflacionarios años. Cuatro… los que necesité para conocer finalmente Necochea.
Las guías turísticas pasan por alto esta gran población de la provincia de Buenos Aires. De aguas más gélidas que las abarrotadas playas de Mar del Plata, sin el bullicio de la gran ciudad balneario por excelencia de la costa argentina y carente del aire bohemio de pequeños pueblos como Pinamar o Villa Gesell, Necochea goza de la parsimonia de un centro vacacional secundario y poca vida fuera de temporada.
Demasiado lejos de la capital como para que los porteños se escapen allí un fin de semana, su exposición a océano abierto tampoco la convierte en la favorita para los baños, fríos y con fuerte oleaje. Con todo, Necochea cuenta con kilómetros y kilómetros de playas impolutas, algunas más céntricas, para el disfrute diario y de paseantes, y otras solitarias e idílicas, donde contemplar soberbios atardeceres entre pequeños y amargos sorbitos de mate.
Todos los arenales expuestos al viento, pero con cercanas zonas verdes donde resguardarse, todos expuestos… menos los de la desembocadura del río Quequén, amparados por las escolleras. Separa la ciudad homónima, al norte, de su hermana mayor, a la que se accede sobre el río por el orgullo de los necochenses: un puente, el Dardo Rocha, que quiso emular el Golden Gate de San Francisco. Es esta frontera el lugar favorito de descanso para una fauna muy peculiar: los lobos marinos. El fétido ambiente compensa la relajante visión de estos plácidos animales. Es su hogar más septentrional, muchos kilómetros al norte de su refugio en Península Valdés.
La primaveral Necochea está muy lejana de aquella otra, opresiva, protagonista de «Impunidad», y también distante de la temporada más alta, con chiringuitos y locales de juego a pleno funcionamiento. El Atlántico Sur presenta en esta ciudad de nombre vasco y colonia privilegiada de daneses su cara más plácida. Para mí, Necochea es el recuerdo de dos amorosas madre y tía postizas, de frescas veladas regadas con mi amado malbec Santa Julia y de mi última noche de diez horas de sueño consecutivas durante meses, antes de la tormenta vital.
9 Comments