Volver a la inocencia en la selva peruana

Quedan aún lugares donde parece que lo que hoy conocemos por «civilización» aún no ha arrasado costumbre, tierras y personas. Quizás sea difícil encontrarlos o quizás simplemente pensemos que no nos apetezca hacerlo, que pueden ser sitios hostiles o peligrosos, precisamente porque tememos no saber cómo afrontar el choque cultural.

Sin embargo, la paz que nos inunda cuando embarcamos en Iquitos hacia las entrañas del río más caudaloso del mundo nos hace pensar que todo lo malo lo vamos dejando atrás. Y de alguna forma, así es.

Llegaremos a la aldea de Santa María de Ojeal, donde los niños aún juegan entre la hierba, donde no hay paradas de autobús, sino embarcaderos, donde se sigue el ritmo que marcan el sol y las tormentas. Allí dormimos en bungalows sin luz eléctrica, acostándonos al atardecer, cantando de la mano mientras nos mecíamos en las hamacas. Esas hamacas, envueltas en los ruidos de pájaros e insectos amazónicos, en los gritos de los monos que trepaban por las paredes, traen a mi memoria la más sublime sensación de remanso y protección del mundo que tuve en muchos días. Aún hoy, cuando pienso en cuánto me gustaría escaparme por un momento de los problemas, mi mente vuelve a mecerse en aquellas hamacas.

En el poblado de los indios yaguas, aprendimos a cazar con pucana (cerbatana artesanal), a reconocer los frutos de la jungla -como la mantequilla vegetal-, a pescar pirañas y a extraer el jugo de caña de azúcar para elaborar aguardiente. Bailamos las danzas ancestrales y nos encandilaron las sonrisas de las preciosas niñas indígenas.

Aprendimos que no solo hay delfines de río, sino también delfines rosas, abrazamos a un oso perezoso y observamos -yo con asco, cierto es- la temida anaconda. Saltamos entre monos y nos empapamos con los aguaceros. Fuimos niñas por tres días, lejos del alcance de otros animales más peligrosos que nos acechaban a la vuelta.

En Iquitos, escapábamos de las hordas de triciclos y serpenteamos entre las calles levantadas por las obras. En la ciudad de «Pantaleón y las visitadoras», el calor húmedo es insoportable en las horas centrales del día, pero lo esquivábamos comiendo chifles (snack de plátano frito) y campeonando al futbolín en el muy querido Flying Dog Hostel. En sus paredes han quedado nuestras firmas y dedicatorias, conscientes de que durante mucho tiempo no íbamos a conocer la pureza de aquella sociedad sin malograr.

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