Protegida al fondo de uno de los angostos golfos cuyo nombre el noruego ha donado al idioma universal, fiordo, Oslo fue para mí la primera capital escandinava que conocí y también la más acogedora. ¿Problemas? Claro, para tu cartera, para tus horarios… Pero, a pesar de visitarla en la segunda quincena de diciembre y salir de comer a mediodía con la anochecida, el parapeto del fiordo nos dio un respiro con el previamente imaginado extremo frío nórdico.
Durante centurias la hermana pobre de Suecia o Dinamarca, Noruega convirtió en reluciente un futuro negro… de petróleo. Sin embargo, sus habitantes siguen teniendo la sencillez y mayor amabilidad que sus vecinos.
Orgullosos de su pasado vikingo, es absolutamente recomendable el ‘Vikingskiphuset’, o Museo de los Barcos Vikingos. Allí pueden disfrutarse los restos de tres embarcaciones de este aguerrido pueblo volcado al mar. Uno de estos ‘drakkar’, casi en perfectas condiciones, y siempre con la característica voluta para rematar ambos extremos.
Oslo está completamente volcada al mar. Desde el norte, donde está el museo, una sucesión de pequeños puertos y embarcaderos nos lleva hasta el centro de la ciudad, con el puerto principal. Durante todo el paseo, al igual que en cualquier rincón de la capital, numerosas y curiosas esculturas emergen de las aceras cuan plantas. Especialmente llamativa es la del puño y la rosa, que asemeja romper los adoquines de un puñetazo para conseguir salir a la superficie.
Creo que jamás he visitado una ciudad con tantísimas esculturas callejeras. Pero qué podemos esperar de una urbe que cuenta entre sus mayores atracciones con un parque, Vigelandsparken, centrado precisamente en eso, en las esculturas. Puede tomarse como arte o como un sesudo estudio en tres dimensiones de anatomía y aerodinámica. Las posiciones y los gestos de cada uno de los monolitos que escoltan el paseo son dignos de una concienzuda observación.
Los colores de Oslo en otoño son una explosión de verdes y amarillos, pues los pequeños parques y jardines jalonan cada barrio, cada paseo. Me llamaron especialmente la atención los abetos amarillos, y también las bayas otoñales de los arbustos que rodean la espectacular fortaleza de Akerhus. Oslo es, curiosamente, la actual capital europea de fundación más antigua, y sus cimientos aún sobresalen de la tierra en este pequeño cabo que se adentra en el fiordo.
Visitas obligadas en Oslo son el Museo de Munch, y no sólo por ‘El grito’, sino también por su fantástica serie de ‘El beso’ o la ‘Mujer en tres etapas’. Y, obviamente, el ayuntamiento, que a pesar de su rotunda apariencia de estación de trenes de inicios de la Industrialización, alberga en su interior el espléndido y diáfano salón donde a finales de otoño, y como cesión de su antigua metrópolis sueca, se entrega el Nobel de la Paz, el único que se recibe fuera de Estocolmo.
Plagada de excelsos edificios y encantadoras plazas, como la que se sitúa a espaldas de la catedral o delante del parlamento, en Oslo destaca sobre todo la reciente construcción que aloja la Ópera. Inspirado en un témpano saliendo del mar, el edificio fue considerado la mejor obra arquitectónica de 2008 en todo el mundo. Noruega me ha legado, además, mi persistente pasión por el zumo de arándanos con limón, que probé comiendo en una barra, cuan escaparate de cara al exterior, de una panadería con los mejores y más asequibles bocadillos del país.