Calles empedradas y muralla almenada en el promontorio de Óbidos
A veces, los tópicos o frases hechas pierden su valor a fuerza de repetirlos en vacío. Pero, a pesar de la subjetividad de la expresión «más hermoso», pocos pueblos pueden competir con Óbidos dentro y fuera de la frontera portuguesa. Ligeramente al norte de Lisboa, en la Estremadura portuguesa, una muralla almenada rodea este pueblo laberíntico de calles empinadas y empedradas.
Óbidos es una visita imperdible en un trozo de territorio en el que todo es imperdible. Si en el interior, a apenas kilómetros, despuntan los impresionantes complejos monumentales de Batalha y Alcobaça, Patrimonio de la Humanidad, hacia la costa, a océano abierto, nos dirigimos a algunos de los santuarios de surferos, como Peniche y Nazaré.
Ese viento del océano golpea a veces la tierra con tanta humedad que es común que las playas de la zona se tiñan de niebla. Por eso, cuando se arriba a Óbidos, en un alto, y el sol despunta, parece que las propias nubes quieren apartarse para que lo podemos apreciar en toda su magnificencia. Es tanta su cercanía a la costa que hasta hace cinco siglos este pequeño promontorio daba directamente al mar, pero la bahía se fue colmatando y encenagando, y ahora son varios kilómetros de tierra los que lo separan de las playas.
Azul y amarillo en las fachadas, macetas floridas en los balcones de Óbidos
Óbidos se viste de casas encaladas con jambas y contrafuertes de vivos azules y amarillos. Los árboles en las calles y las macetas floridas en los balcones salpican de más colorido los paseos peatonales. La fortaleza se mezcla en el horizonte con la verde llanura agrícola y los tejados extramuros. Si no fuese por las casas pastel en vez de terrosas, podríamos despertar pensando que hemos dormido en la Toscana.
El castillo y el complejo fortificado al completo se convierten en un hermoso lugar para pasear y hacer fotos, pero también en un recinto que de tarde y en las noches veraniegas es un perfecto escenario al aire libre para teatro y verbenas. Afuera, el bien conservado acueducto da sombra hoy a uno de los pocos lugares donde se puede aparcar a la falda del pueblo, al pie de la Porta da Vila. Porque Óbidos, cuyo principal trazado histórico se debe a los moros, fue primero asentamiento romano y después, joya de la Corona portuguesa. No es baladí denominarlo así: a comienzos del siglo XIII, el rey Dinis llevó a su esposa Isabel al pueblo y la joven reina se enamoró perdidamente del enclave. Tanto, que su marido se lo dio como regalo de bodas. Una costumbre, regalar Óbidos en las nupcias reales, que se mantuvo hasta el siglo XIX.
Artesanía, chocolate artesano y calentar el paladar con ginja, licor de cereza
La artesanía, a veces no tan artesana, sino meros y típicos recuerdos de cualquier pueblo turístico, es uno de los grandes haberes de Óbidos, especialmente la cerámica y los azulejos, que se muestran en todas sus calles y, especialmente, en rua Direita, su eje principal. Porque es, a pesar de su pequeño tamaño, una aldea con peculiar pasado artístico. Ha dado a la historia portuguesa una gran pintora, que quizá así dicho no resulte tan llamativo como dar vida a un movimiento artístico o a toda una escuela de pintores. Pero Josefa de Óbidos tiene que ser valorada en su contexto, que fue el de una mujer que pudo ser reconocida por su arte ya en los años centrales del siglo XVII. Aprendió el oficio en casa, de manos de su padre, a quien superó largamente. Y posteriormente, a pesar de su condición de mujer, pudo dedicarse en cuerpo y alma a la pintura y gozar de reconocimiento en vez de sufrir rechazo porque se inclinó hacia la vida religiosa.
Aunque en Portugal se puede comer y beber lo que se quiera y casi siempre se acertará en calidad y precio, hay algo obligatorio en Óbidos, y es comer chocolate y beber ginja. Es más, hacer ambas cosas al mismo tiempo, pues este típico licor de cereza se sirve en tenderetes en las calles en pequeñas tazas de chocolate que podemos comernos tras apurarlas. El chocolate y miles de sus recetas tienen cabida en el gran Festival Internacional del Chocolate que se celebra cada marzo durante casi dos semanas.
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