Lefkosía o Nicosia, la única ciudad que permanece dividida por un muro como en su día el de Berlín
Yo Berlín lo conocí ya en 2011, y para mí, el Berlín de los ochenta fue sólo un muro que se cayó y salió en la tele en vez del de mi cole, porque pasó en Berlín y no en La Felguera. Después, se convirtió en cientos de fotos, documentales y un capítulo de cada libro de Historia Contemporánea. Sin embargo, el de Lefkosía es una realidad que hace apenas dos meses nunca había pensado que pudiera experimentar.
Hoy estoy sobrecogida. Estoy escribiendo mi primer post casi en directo, aún con las sensaciones a flor de piel tras pasarme el día en Lefkosía (Nicosia es inglés). Y todo, después de escuchar a un grecochipriota contarme su historia con respecto a la invasión, un tema casi tabú para ellos, que les duele en lo más profundo del alma. Sus padres vivían en el norte. Su casa se quedó allí para siempre. Ahora, recuerda con amargura, “otros viven en nuestras casas. Otros que no son ni turcochipriotas, sino turcos que vinieron de Turquía a invadirnos”. “Yo no conozco El Norte, ni siquiera sé cómo llamarlo. No hay gobierno, no es un país. Antes no podía pasar, desde hace unos años sí es posible, pero yo no quiero enseñar mi pasaporte. Es mi ciudad, es mi isla, es mi país. Es humillante”.
La capital de Chipre, el drama de una guerra olvidada
Es una pena que Lefkosía solo sea conocida mundialmente por su división. O peor aún, que no se conozca su división. Su centro histórico se encuentra enmarcado por las perfectamente conservadas murallas venecianas, del siglo XVI, durante la breve conquista de la isla por la Serenísima. Similares al sueño renacentista de Il Filarete para Sforzinda, dibujan un perfecto círculo apuntalado con once bastiones. Llena de iglesias ortodoxas, mezquitas y otros monumentos, Lefkosía sería la perfecta ciudad medieval si no ocurriera algo anormal a mitad de su principal arteria peatonal y comercial: la calle Ledra. De repente, emergen en mitad del pavimento una bandera de Chipre y otra griega. Al fondo, se ve una turca y un minarete. Es la frontera. El principal paso peatonal –sólo hay otro, casi al lado- y casi única abertura entre las dos partes de la ciudad.
Los griegos me ignoran. Los turcos me sellan el pasaporte. Según entiendo, ni siquiera viene el nombre del país. ¿De qué país? La calle Ledra no parece cambiar de aspecto. Las tiendas se aglutinan a ambos lados y los cafés copan las esquinas. Pienso que mi amigo es un exagerado… hasta que doblo una de esas esquinas. En pocos metros, el panorama cambia completamente. Aparecen las primeras casas medio en ruinas y, en la siguiente manzana, parece que hubiera caído una bomba. Efectivamente, cayeron. En 1974. Y aún continúan sus efectos. Porque esas casas ya no son de nadie y a nadie les importan. El barrio que linda con la “Green line” parece sacado de cualquier documental de 1945. Pero por ningún sitio se huele el peligro. La gente pasea y trabaja, te acompaña al lugar que les señalas en el mapa, come con las puertas de casa abiertas… Pero tú, desde la calle, los ves comer a la vez que ves al fondo las alambradas, los tabiques mal construidos o los bidones de gasolina amontonados. Porque ni siquiera es un muro. En mitad de una calle, hay un obstáculo que te impide pasar. Y ya. Al sur, una ciudad; al norte, otra. La iglesia católica de la Santa Cruz tiene la puerta en el sur, y la puerta trasera en el norte, vallada. A su alrededor, bidones y alambres. En la parte turca, un cartel de “prohibido y peligroso pasar”.
No me intimidan la gente ni los minaretes de las mezquitas, sino los de vigilancia. Evadiendo los carteles de “Prohibido hacer fotos”, capto algunos. El del bastión de Roccas, en el norte, está controlado por la ONU. Al otro lado de las murallas, el territorio pertenece al sur. Es el único lugar donde ambas comunidades podrían saludarse. Todo en general es más pobre. No pude más que asimilarla al Berlín Este. Llego a la plaza de Atatürk, que seguramente jamás antes se llamase así. Desde allí, le escribo a mi amigo, preguntándole la dirección de su casa. Tenía la doble sensación de tener y no tener que hacerlo. Me parecía que era un acto de cortesía que me habría gustado que tuvieran conmigo, pero también me imaginaba la respuesta: “no, no sé la dirección, pero tampoco quiero saber cómo está mi casa ahora”.
Me muero de sed, pero no he cambiado dinero, pues sólo voy a estar unas horas. Las calles peatonales, cercanas a Ledra, se han convertido en un bazar. Allí aceptan euros para comprar un botellín de agua. Me remuerde la conciencia de gastar dinero allí, pero pienso que también la gente necesita vivir, independientemente de la situación creada por los organismos que “nos protegen”. Porque la Lefkosía dividida es once años más antigua que el Chipre dividido. Un grupo ultra paramilitar, que había luchado contra la dominación británica, lo hacía ahora contra los turcochipriotas. Los ingleses establecieron de facto la línea verde, pintada con un rotulador, y aislaron a los turcochipriotas en algo parecido a un gueto. La invasión turca extendió esa línea a lo largo del país.
Pegada al muro, Lefkosía aún parece una ciudad en guerra
De vuelta a la zona chipriota, recorro también los barrios del muro. No son tampoco la mejor zona de la ciudad, aunque no están en tan malas condiciones como en el norte. Me impresiona especialmente la calle Ermu, puesto de control incluido, pues no es un cierre habitual, sino que varias manzanas destruidas hacen las veces de zona de nadie. Cerca de allí, otro puesto de la ONU controla el bastión de Fiatro. A los carteles de “peligro”, dos ancianos le responden colocando su mesa al lado de la torreta para jugar su partida de algo similar a las damas. Sonrío e intento grabar esa imagen en mi memoria. Es lo que me queda, porque la delincuente soy yo, que quiero hacer fotos donde no debo.
Me voy de Lefkosía sabiendo que vuelvo en un par de días y que a mí, amiga de las causas perdidas, era lo que me faltaba para enamorarme de Chipre. No puedo ni debo elegir. Las ciudades y sus gentes son víctimas de sus gobernantes. Aquí he recibido el mismo calor en ambos lados. Pienso idílicamente en cómo podría solucionarse sin dañar a nadie. Más que nada, para recomponer mi corazón, que se ha dejado una mitad en cada parte de la ciudad.

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