Lefkosía: de espaldas a sí misma

Poco ha cambiado Lefkosía desde que la pisé por primera vez, salvo el ritmo más lento de los domingos, el calor más benévolo de finales de septiembre con respecto al tórrido julio o los primeros higos de las higueras sin dueño despanzurrados en las aceras o explotando en las ramas.

Poco ha cambiado, salvo que ya no es necesario el pasaporte para los miembros de la Unión Europea en el paso de Ledra; poco porque cinco años, a lo Gardel, no es nada desde que la invasión turca partió para siempre la ciudad en 1974, ya dividida de facto diez años antes con un simple lápiz verde sobre un plano por el mayor británico Peter Young para establecer los guetos del norte turcochipriota.

A uno y otro lado, pero especialmente en el grecochipriota, han aprendido a ignorar la división con la que han crecido ya más de dos generaciones. Los unos y los otros, especialmente los turcochipriotas, tratan de explotar lo poco bueno que les ofrece el vivir en una ciudad donde el Muro divisorio pervive ya por más años que el de Berlín: el turismo. Así, arremolinan al norte del Paso de Ledra decenas de comercios de artesanías, especias y baratijas en los que la moneda común es el euro, que llena de divisas esa república que no existe pero sobrevive, donde las embajadas no se hacen cargo de ti si te ocurre algo, donde los países no reconocen al invasor pero tampoco al invadido.

Al sur , la calle Ledra continúa siendo un hervidero de restaurantes y tiendas, donde las firmas internacionales intentan colocar sus franquicias y a donde los norteños soñaban con poder pasar a comprar antes de 2003, cuando los primeros pasos fronterizos -no éste, peatonal- fueron abiertos. Son los grecochipriotas, los invadidos, los que han decidido mayoritariamente olvidar «El Norte» y no hacer vida en él, tan humillados se sienten al tener que atravesar un paso fronterizo en lo que siguen considerando su país.

Pero a sólo manzanas de Ledra, se baja el telón de neones y reaparece la realidad de la tierra de nadie. Cientos de chipriotas se han acostumbrado a vivir frente a un puesto de vigilancia de la ONU o a un montón de ruinas, a entrar por la puerta en Chipre y asomarse a las ventanas hacia la República Turca del Norte de Chipre. Las banderas en los límites son un desafío al que ya se mira con indiferencia: las de Grecia y Chipre al sur, acompañadas casi siempre de la europea; la turca y la turcochipriota, al norte.

Los edificios en estas zonas están principalmente deshabitados y en ruinas; las tiendas, cerradas; los bajos comerciales, usados como aparcamiento. Nadie quiere vivir en la frontera con la tierra de nadie («No man’s Land) y esos barrios, en su día céntricos y prósperos, que tuvieron la desgracia de ser atravesados por el lápiz verde de Young, no son ya más que una ciudad fantasma.

Pocos se atreven a fundar sus negocios entre ruinas. Quienes han desafiado esa maldición son los regentes de «The weaving mill», una encantadora cafetería cuyos marcos azules son la única nota de color y limpieza en varias manzanas a la redonda, y cuyo interior vive a caballo entre la magia de «lo retro» y la decadencia de una Guerra Fría contra la que ya nadie lucha. Otros edificios, con banderas de «sector» de la ONU, son ocupados hoy por centros sociales y culturales. Pero, en su mayoría, casi medio siglo contempla estas ruinas olvidadas.

La catedral de Santa Sofía, de origen bizantino como tantas otras de idéntico nombre en esta parte de Europa, es la mayor muestra simbólica de que la conquista turca es difícil de revertir: hoy se trata de la mayor mezquita de la ciudad bajo el nombre de Selimiye. Sus torres son minaretes donde ondean las banderas turca y turcochipriota, trapos, a un lado y otro del muro de espinas y bidones, cargados del simbolismo de la posesión. A su alrededor, el café más animado de este lado de la ciudad y la tienda de especias e infusiones a granel a la que tanto soñé volver para cargar las alforjas cuan mercader oriental imbuido por el halo del Lejano Oriente que no se respira en el sur heleno.

Lefkosía, con las higueras en todo su esplendor y sus campos de fútbol entre los bastiones, sigue igual cinco años después. Ahí radica su encanto para quien va unos días, la vergüenza para el mundo entero.

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