De todos los atardeceres que he tenido la suerte de contemplar, muy pocos igualan a los de Estambul o a uno espectacular y no demasiado usual que contemplé en Lima (la garúa, niebla, cubre el cielo más de la mitad del año) y que tiñó de plata el Pacífico. Pero si hay un marco incomparable y que compite en sublime con los atardeceres del Bósforo es la caldera de Santorini.
Epicentro de una de las zonas volcánicas más activa del Egeo, Santorini fue en su origen una gran isla redonda cuyo nombre procedía precisamente de su forma. Sin embargo, una gran erupción datada entre los años 1628 y 1627 antes de nuestra Era hundió todo el centro de la ínsula, convirtiéndola en lo que ahora es: un arco semicerrado enmarcando una caldera inundada por el mar.
La explosión provocó un maremoto tan intenso que sus efectos se hicieron sentir en todo el mundo, tanto en forma de gran oleaje como por la intensa nube de humo que llegó a China, Canadá o la Antártida. Muchas son las leyendas achacadas a este brutal fenómeno, desconocido e inexplicable por entonces. A él podría deberse el abandono precipitado del palacio de Knossos en Creta, algunas de las desgracias mitificadas en el Antiguo Testamento e incluso la leyenda de Atlántida.
Hoy, Santorini es un lugar turístico de primer orden. Sus puertos están todos en la laguna semiabierta, pues las aguas son ahí tan profundas que permiten que amarren barcos de gran calado. Cuando se llega al atracadero principal, la subida por la escarpada carretera hasta los núcleos de población no es apta para quienes sufren del corazón. Una vez arriba, las vistas son espectaculares. La pared cae cortada a pico y cuando el sol se esconde por el oeste produce una iluminación de ensueño. Las terrazas escalonadas en Fira e Ía (escrito Oia) regalan por un precio algo más que módico unas cenas inolvidables entre cielos anaranjados y vinos griegos.
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