Chile central, a través de las casas de Pablo Neruda

Habitación de Pablo Neruda en su casa, hoy museo y tumba, en Isla Negra

Que Chile es un país que vive mirando al mar no necesita explicación, solamente un rápido vistazo al mapamundi. No tiene otro remedio: Chile es, de hecho, ese espacio de tierra que amurallan el océano Pacífico y la colosal cordillera de los Andes. Quizá por eso, porque los Andes son una pared infranqueable, poniendo los ojos hacia el agua los chilenos tienen la percepción de que el horizonte ensancha la lengua de suelo que habitan.

Esta imposición geográfica de aislamiento, sumada a un clima no muy benévolo (apenas al norte la costa escapa del fresco termostato impuesto por el Pacífico; y en el interior, seco y soleado, la cordillera impone un frío anochecer), ha moldeado el carácter de los chilenos y los ha vuelto tristes y nostálgicos.

Por ello, el chileno más universal no ha podido sucumbir al carácter nacional y, si hoy Chile sería menos Chile sin Neruda, Neruda no sería Neruda sin Chile. Es por eso que, como en pocos sitios, una persona concita tanto atractivo turístico como el Nobel de Literatura a través de su legado.

Podemos empezar a conocer a Ricardo Eliécer Neftalí Reyes Basoalto en Santiago. Es seguramente la más modesta y discreta de las tres propiedades que hoy conforman el reguero vital del poeta y que gestiona la fundación que lleva su nombre. Se encuentra en el barrio de Bellavista, el de más vida y más bohemio del centro santiaguino. Al pie del cerro San Cristóbal, una plazoleta a modo de anfiteatro da paso a la vivienda. Hoy en día, los escalones sirven para recibir el relato de la vida del poeta de boca de guías que buscan al gringo para sacarse unos pesos. Cuando Neruda adquirió la casa, lo hizo para sus encuentros fugaces y clandestinos con su todavía amante Matilde Urrutia. Bautizó el inmueble como «La chascona», pues así se dice en Chile de las melenas enmarañadas, como la de su amada.

En Valparaíso, su residencia «La Sebastiana» coincide de cierta manera en ubicación con la santiaguina, pues el cerro sobre el que se levanta, uno de los 45 que conforman la segunda ciudad de Chile, lleva también por nombre Bellavista. Y, efectivamente, la vista con la que Neruda y Matilde Urrutia se despertaban era la de las laderas cayendo hacia la estrecha planicie que da paso a la ensenada y al inmenso Pacífico. El exuberante jardín y algunos aportes posteriores, como el banco ferroso con su silueta o la donación de una placa obituaria por parte de la ciudad de Buenos Aires igual a las que pueblan el cementerio de Recoleta, terminan por darle personalidad al hogar porteño del vate. En un breve paseo por la arteria artesanal Ferrari, plagada de versos de su gran amigo Federico García Lorca en azulejos en los muros de las casas, llegaremos a la plaza de los Poetas, donde Chile rinde homenaje en bronce a sus tres Nobel de las Letras: la gran poetisa Gabriela Mistral, Vicente Huidobro y el propio Neruda.

Pero, si hay una casa que sea la esencia misma del poeta, esa está situada unos 100 kilómetros al sur de Valparaíso: en Isla Negra. Aquí pasó junto a Matilde la mayor parte de su tiempo, de aquí partió para el hospital santiaguino del que no volvió con vida (donde murió de muerte natural por su cáncer terminal de próstata, según los últimos y más avanzados estudios forenses) y aquí yacen sus restos, mirando, cómo no, al mar, junto a los de su amada, que falleció posteriormente.

La casa entera es un galimatías de recuerdos y objetos que hacen hincapié en su amor por el mar y por los trenes. De su infancia, que pasó en Temuco, territorio sureño de influencia mapuche, Neruda conserva piezas infantiles y alguna añoranza de su severo padre, que le prohibió dedicarse a la poesía. De sus estancias en el extranjero como diplomático, atesoró antigüedades y, sobre todo, aquello que tuviera que ver con el mar, como caracolas o sus característicos mascarones de proa, a quienes trataba como más habitantes de la casa. Las vistas imponentes del Pacífico se colaban en su vida diaria desde la mañana, despertando en su cama colocada en diagonal para no perder de vista el horizonte. Inscripciones poéticas o evocadoras de episodios importantes para él, como el de los españoles perseguidos por el franquismo que sacó del país en la embarcación Winnipeg, acaban por darnos una idea de una persona quizás algo excéntrica en sus pasiones materiales, pero imponente en su poesía. Y también la de la mujer que, finalmente, supo comprenderlo como quizás sólo el océano Pacífico lo había conseguido hasta entonces.

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