Como la noche y el día se dice de dos personas muy diferentes, pero bien podría decirse también de una sola persona, de una sola cosa, de una única ciudad… Es lo que le ocurre a Mykonos. O dicho más propiamente, a Hora, si bien Hora puede referirse a casi cualquiera de las capitales de las islas del Egeo. Hora o Mykonos es un bonito pueblo de un puñado de miles de habitantes que no llega a ciudad a pesar de que en los mapas sus calles parezcan calles como tal. No, no lo son en absoluto, sino estrechos callejones sin orden ni concierto adoquinados con piedras aplanadas por el paso de la gente y cuyas juntas son blanqueadas cada tanto para delimitar qué porción le corresponde a cada terraza de bar o a cada comercio para exponer sus chucherías.
Mykonos vive de cara al mar. Cuenta con dos miniplayas urbanas donde aquéllos que no aguantan el calor o los que simplemente se bajan un par de horas del correspondiente crucero se dan un baño rápido o aprovechan unos minutos tirados al sol. Dos microplayas de aguas cristalinas a pesar de la sospechosa cercanía del puerto viejo. Un puerto, afortunadamente, que apenas afea ya el horizonte del pueblo, puesto que de él parten únicamente algunos yates de poca eslora y un par de ferries de los de menos capacidad. En el extremo izquierdo de la playa del centro, un pelícano campa a sus anchas para deleite de los turistas, que, si no lo encuentran durante su visita, se afanan en buscarlo. El pájaro soporta impasible la horda de fotos y, cuan ave domesticada a base de rodearse de humanos, no hace amago siquiera de atacar o de amilanar a los niños desplegando sus alas.
Justo ahí dejamos el concurrido paseo central, los restaurantes de amplias terrazas y las tiendecitas mejor colocadas para llegar a la Pequeña Venecia. Las antiguas casas miran directamente al mar, sin calle mediante, sus ventanas vierten directamente al agua. Al lado, una pequeña plaza es utilizada como terraza privilegiada de un restaurante que cobra en oro las vistas. Al fondo, los míticos molinos de las Cícladas. Aquí, en Mykonos, se comportan cuan hilera de guerreros a punto de atacar a Don Quijote. Su silueta es similar, los diferencian las aspas. Aquí se trata de una circunferencia que asemeja a una cuerda que una finas varillas.
Muy cerca de los molinos, la concurrida estación de autobuses que conecta con el resto de la isla y la parte más hostelera del centro, pues en esta vertiente del pueblo al menos encontramos plazas. Hacia el otro lado, no puede haber más que tiendecitas, pues las arterias de Mykonos se caracterizan por la angostura, aunque en mi última mañana allí comprobé cómo en un cruce inverosímil salían airosas tres camionetillas que proveían de género a los comercios.
Es en esa otra zona que rodea a la Pequeña Venecia, e incluso en las propias terrazas de ese idílico barrio, donde se concita la marcha nocturna. Al más puro estilo Ibiza, pero limitados por el espacio, varios locales llevan como bandera el chunda-chunda bakaladero tan propio de la isla balear. Pero aquí hay un público objetivo claro: los gays. Grupos o parejas, u hombres solos buscan divertirse en un ambiente propicio a su orientación sexual. La marcha, eso sí, comienza tarde, pues hasta primera hora de la madrugada la fiesta se sigue en las playas.
Entre los puntos negativos de Mykonos… pasear por sus callejuelas laberínticas deja de tener atractivo a las dos horas, cuando te das cuenta de que son muy bonitas pero iguales, y muy poco funcionales para desplazarse. El fuerte y constante viento llega a agobiar, aunque también te ampara del sol, que en las horas centrales del día llega a ser abrasador. Y, lo peor de Mykonos… los precios. No hay crisis ni problemas económicos ni nada… la isla vive del turismo y lo exprime hasta rozar lo vergonzoso.
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