Malmö, más allá del arcoíris

Quizás sea uno de los post más subjetivos y distantes de la realidad de todos los que he escrito hasta ahora. Quizá diste muchísimo también de lo que yo me encontraría hoy. Si en su día hablé de Salta como uno de los lugares que más ha marcado mi vida a posteriori, el otro es éste, Malmö. No fui por turismo, aunque lo hice; fui a aprender y trabajar… pero viví.

Para aquellos que visiten Escania por sí misma o en una breve excursión desde Copenhague, hay tres puntos irrenunciables en su capital: uno es el faro, perenne símbolo de una ciudad volcada por completo al mar y que ilustra libros y folletos sobre Malmö. Siempre sopla el viento, gélido incluso en primavera, en la costa y los canales. El otro es obra de un arquitecto español, Santiago Calatrava. Es el ‘Turning Torso’, un curioso edificio de viviendas a cuyo alrededor se ha rehabilitado por completo un barrio prácticamente ganado al mar. Es la construcción de mayor altura en Escandinavia, y su forma recuerda al momento en el que escurrimos una bayeta -una bayeta muy limpia y reluciente, eso sí-. Para los gijoneses, puede ser, a escala gigante, el monolito que adornaba el Paseo de Begoña y que hoy supone el centro de la glorieta de Pumarín.

La otra visita irrenunciable es Lilla Torg, o «pequeña plaza», aunque no será necesario buscarla, pues resulta imposible evadirse de ella. Al lado de la plaza Mayor, este coqueto espacio rectangular es el núcleo de toda la vida de Malmö. Balcones floridos, edificios históricos de corte danés y elegantes terrazas con calefactores dan cobijo al menú del día de una a dos -una institución en Suecia- y a las carísimas copas nocturnas.

Si se llega a Malmö en tren desde Dinamarca, se podrá disfrutar de una de las experiencias más genuinas que puede vivirse en Europa. Un gran puente, que surge bajo las aguas del Báltico, cruza sobre el mar los siete kilómetros que separan ambos países por el estrecho de Öresund. Quien no tenga el placer de transitar sobre él u observarlo al aterrizar en cualquiera de los dos aeropuertos -sea Copenhague o Malmö-, puede asomarse a la costa sueca, justo al lado del ‘Turning Torso’, y perder la vista en el horizonte.

Suecia, más allá de los agradables paseos por calles señoriales e impolutas, no es un país amable y fiestero de primeras para el viajero del sur de Europa. Caro, serio, con estrictos horarios y dificultades para la diversión nocturna a la que no estamos acostumbrados, está lejos de ser el típico destino de placer que esperamos. Sin embargo, es acogedora para inmigrantes y desplazados, con casi 200 nacionalidades entre sus casi 350.000 habitantes, que reciben clases de sus lenguas maternas por ley.

Y, para mí, es ese lugar «over the rainbow» al que me evado cerrando los ojos cada vez que pienso que el día podría ir mejor. Y siempre estoy paseando y riendo en los canales, tirada en alguna de las habitaciones con esa minifamilia multinacional a la que tanto amo, cantando «Somewhere over the rainbow» a voz en grito… y pidiendo que no se acabara nunca.

 

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